por May 31, 2023

No se puede encontrar al que no quiere ser encontrado

Esta historia corta fue publicada en el nº3 de la Revista Pulporama

—Aquí es donde ocurrió todo —me digo a mi mismo en un susurro contenido, pues después de tantos años, regreso para adentrarme en el bosque de los escondidos.

Mis pisadas son cautas. Cortas. No quiero que nadie más me escuche. Así es como he aprendido a andar. En murmullos. A escondidas. En pasos ocultos. Pues no quiero que nadie me descubra. Así es como he aprendido de él. De Lázaro. Aunque en esos terribles años todos acabaríamos llamándole el Escondido.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado», era lo que siempre nos decía. A menudo. Constantemente. Una y otra vez. Para que no se nos olvidara. Eran sus palabras nacidas de la oscuridad del bosque. Eran sus reglas. Eran sus leyes.

Intento que mis pasos no hagan ruido entre la maleza del bosque. Que no crujan. Que no salpiquen. Mis pasos son fruto del pasado. De la práctica. De los juegos. Del ritual. De las instrucciones de Lázaro.

Mis pasos, incluso después de tantos años, siguen siendo los suyos.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Al principio nadie quería ser amigo de Lázaro. Había venido de otro pueblo cuyo nombre a nadie le importaba. Solo adorábamos nuestro lugar de nacimiento y nuestra futura tumba, el hogar eterno de nuestros padres y nuestros abuelos. Pero Lázaro era un extranjero, un visitante de un lugar del que nos burlábamos sin piedad ni empatía.

Yo me burlaba también. Todo el mundo lo hacía. Él hablaba poco. Él hablaba raro. Su piel era oscura como la madera recién quemada y sus ojos grises como guijarros en el fondo del río en verano. Nadie le hacía caso. Venía con nosotros porque nos daba pena. Venía con nosotros para no aburrirse.

Pero fue Lázaro quien nos mandó construir la base secreta. Aunque eso fue después del accidente. No. Después del secuestro. No. Después del escondite. Sí. Así lo llamó él: el escondite, el bautizo de tierra y polvo que le convirtió en un inmortal.

Cuando llegó aquel providencial día, mi madre me recogió antes de que acabara el colegio. Era raro. Inusual. Y no fui el único. Todos los padres y madres vinieron antes de tiempo. Todos estaban preocupados. Algo había pasado. No nos lo querían decir. Todos callaban, asustados de la puntiaguda realidad que asomaba entre la piel tersada de los adultos. No querían que les ocurriera lo mismo. Ni a ellos ni a sus hijos.

Pero los niños nos enterábamos de todo. Daba igual que nos lo ocultaran. Éramos buscadores de verdades y tejedores de mentiras. Entendíamos más que lo que los adultos creían. Y ahora solo puedo confirmar lo que yo ya sabía de pequeño: que a los adultos la verdad les daba miedo, y por eso la enterraban y la ocultaban con sus palabras marchitas. Pero nosotros los niños entendíamos. Nosotros encontrábamos las cosas porque ellos no sabían esconderlas bien. No entendían la naturaleza del juego de las profundidades del bosque.

Lázaro había desaparecido. Hablaban de secuestro. Un hombre de piel pálida y ojos hundidos había aparecido en el pueblo. Otro forastero. Un hombre raro, raro, raro. En cuanto desapareció el hombre pálido desapareció también Lázaro. Las huellas de ambos se perdieron en el bosque. La policía empezó a investigar. Y los días pasaron. Y las semanas pasaron. Y las desesperaciones no pasaron.

Todos creímos que Lázaro había muerto. Era el paso lógico. Era el paso normal. El que todos pensábamos pero nadie decía en voz alta, como un secreto que podía romperse. Y nosotros seguimos jugando, como si no hubiera pasado nada. Jugamos porque es lo que hacen los niños para sobrevivir. Era nuestra única herramienta para seguir adelante mientras los padres de Lázaro seguían llorando en sus chozas carentes de música y voces infantiles.

—Quizás Lázaro está jugando al escondite —acabó diciendo uno de mis amigos, bromeando para ocultar su preocupación y sus miedos, riendo para no llorar en la oscuridad del que teme a una bestia acechar.

—Sí, quizás Lázaro quiere convertirse en el campeón mundial del escondite —seguí diciendo yo entre risas incómodas y chillonas—. Quizás quiere esconderse y esconderse hasta desaparecer para siempre, pero ser siempre recordado.

Mis amigos y yo nos seguimos riendo, sin entender que lo que estábamos diciendo se acabaría cumpliendo como un deseo pedido a la luna.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Todavía estoy dentro del bosque, recordando a medida que avanzo entre ramas y hojas secas. Entre recuerdos de tierra, polvo y sangre. Entre escondites que nunca acaban.

Y recuerdo las palabras de Lázaro cuando finalmente volvió de entre los muertos. Cuando finalmente decidió salir del bosque que le bautizó con un nombre nuevo.

Jamás olvidaré sus palabras.

Tan secretas.

Tan brillantes.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Lázaro volvió. Estaba vivo. Más vivo que nunca. El que retornó al pueblo ya no era ese niño de gestos incómodos y voz entrecortada llamado Lázaro. Era alguien completamente diferente. Lo podíamos ver en sus ojos, en sus manos, en su lengua.

Y eso nos aterraba y fascinaba.

—Gané —fue lo primero que dijo a sus padres al volver. Estaba lleno de barro. Completamente manchado y magullado. Sus heridas, pequeñas y finas líneas rojas, eran demasiadas para contar en su cuerpo. Había perdido peso. Estaba en los huesos. Pero sus ojos brillaban entre toda la suciedad. Sus ojos eran dos soles ardientes. Sus ojos revelaban que había alcanzado una incomprensible iluminación durante aquellos meses de desaparición.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le preguntaron desesperados sus padres. Le preguntó la policía. Le preguntamos nosotros, el grupo de amigos que no éramos amigos pero que nos volvimos amigos y después seguidores.

—Escondido.

Así fue como Lázaro se convirtió en el Escondido. En la representación de aquello que creíamos imposible de alcanzar. Para nosotros, que éramos niños, los juegos lo eran todo. Y aquel que ganara un juego entre la vida y la muerte, solo podía ser considerado un líder entre los líderes.

Y el Escondido tomó su nuevo nombre y lo colocó en su cabeza como una corona de ramas y hojas caídas.

El antes-llamado-Lázaro erigió en este mismo bosque la base secreta. Nuestra base secreta. Un templo erigido a su magnificencia hecha de palos y mantas prestadas de nuestras casas. Hecha de juegos y risas. Hecha de meriendas furtivas. Hecha de infancia regalada. Pero también hecha de felicidad robada.

—Aquí construiremos nuestro escondite perfecto. Aquí el hombre pálido jamás nos encontrará. Aquí ganaremos por siempre jamás —dijo el Escondido por el hueco dejado entre los arbustos entrelazados.

Nadie tuvo que preguntar quién era el hombre pálido. La policía todavía no le había encontrado. Estaba a la fuga. Desaparecido de la faz de la tierra. Quizás estaba avergonzado de haber sido derrotado por un niño escondido. O quizás tenía miedo del Escondido, igual que lo teníamos nosotros.

Pero nuestra devoción era más fuerte que nuestro temor. Y por eso nos quedamos a su lado en la fortaleza de ramas que había erigido.

—¿Cómo sobreviviste tanto tiempo escondido? —le preguntábamos en nuestro nuevo refugio. Las linternas robadas de nuestros padres iluminaban el lúgubre interior como un espectáculo fantasmal. Todo era sombras y expectación con él.

—El que mira donde nadie lo hace ya ha encontrado un escondite —empezó a decir el Escondido, y su voz era música para nuestros infantiles oídos. No hablaba como un niño, pero era uno. Y nunca habíamos oído a nadie hablar así. Tan decidido. Tan convencido. Tan iluminado. —Un niño siempre se esconderá mejor que un adulto. El poder está en vosotros también. Yo os enseñaré.

«No se puede encontrar algo que desea no ser encontrado» fue la primera lección. La más importante. La que se ha quedado dentro de mí clavada como una profunda aguja ardiente. Es la lección que no quiere abandonarme a pesar del imperdonable paso del tiempo.

Mis pisadas se detienen. Salgo de mis recuerdos como un pez arrancado del agua. He llegado por fin a la base secreta. Los arbustos siguen siendo los mismos, aunque los recordaba mucho más pequeños. En mi memoria infantil eran colosos de la tierra, guardianes de lo sagrado y lo misterioso.

Me quedo a lo lejos de la base, incapaz de moverme. Los recuerdos reptan por mi mente como insectos que acaban de despertar. Inquietos. Revueltos. Punzantes.

Y cada palabra se siente en mi piel como las pequeñas patas de esos insectos que salen de su hibernación.

—No se puede encontrar al que no desea ser encontrado —consigo decir una vez más, las sílabas cayendo de mi boca como agua estancada. Dejando fluir los recuerdos de mi infancia.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Así fue como empezó nuestro aprendizaje con el Escondido. No sabíamos lo que estábamos haciendo. Pero seguíamos ciegamente al Escondido porque algo en sus ojos delataba su poder. Porque su lengua salpicaba con el conocimiento más prohibido y tentador que hubieran presenciado jamás nuestros pequeños ojos.

Nos enseñó a escondernos entre los arbustos para que no se moviera ni una sola hoja con nuestros latidos. Nos enseñó a taparnos en el suelo con basura podrida para que pareciéramos parte de ella. Nos enseñó a escalar los árboles y mimetizarnos con sus frondosas copas. Nos enseñó a enterrarnos vivos y relajarnos entre la presión de la tierra que nos cubría como un manto fúnebre. Nos enseñó a sumergirnos en las aguas profundas y a respirar con lentitud por tubos de juncos arrancados con nuestras manos.

Nos enseñó a escondernos con el deseo de nunca ser encontrados.

—El que es encontrado es porque en el fondo de su corazón desea ser encontrado —decía en voz cada vez más alta. Nuestra base secreta temblaba ante su voz, y nosotros temblábamos de emoción y temor—. Si te escondes con el deseo puro de permanecer oculto para siempre entonces habrás llegado a ser un maestro del verdadero escondite.

Nos gustaba esa palabra. Maestro. Nosotros también queríamos ser maestros de ese elevado escondite del que nos hablaba. Nosotros también queríamos ser como el-que-antes-era-Lázaro. Bueno, no como él porque eso era imposible. Pero queríamos imitarle. Queríamos seguirle. Allá adonde fuera. Porque él sabía cosas que nosotros no sabíamos. Él había sobrevivido al hombre pálido y al bosque antiguo y por eso le respetábamos.

Nuestra iniciación ocurrió unas semanas después de su providencial retorno. Uno de nosotros, Pablo, fue el primero en esconderse. Fue el primero en transformarse bajo su inamovible dirección.

—Sal solo cuando te lo diga el corazón— le dijo el Escondido antes de que desapareciera en las tinieblas del bosque—. Sal solo cuando desees ser realmente encontrado.

Pablo no volvió hasta después de tres semanas. La policía temía que fuera el trabajo del mismo secuestrador, de ese hombre pálido del que todos hablaban en susurros. Nos preguntaron un millón de veces qué sabíamos nosotros. Pero ninguno les dijimos la verdad. Para jugar al escondite hay que saber esconder la verdad también. Los padres de Pablo lloraban desesperados mientras los del antes-Lázaro intentaban consolarles. Eran los únicos que conocían su sufrimiento.

Pero eso iba a durar poco.

Cuando Pablo regresó, nosotros fuimos los primeros en recibirle. Daba pena verle. Su ropa era apenas un trapo sucio que difícilmente tapaba su cintura. Su piel, antes clara, se había convertido en un lodazal con dos piernas. Pero sus ojos brillaban como los del Escondido. Y cuando le vi así, recuerdo lo primero que pensé: qué maldito. Lo había conseguido. El muy cabrón lo había conseguido antes que yo.

El Escondido le abrazó como a un hermano. Le abrazó como a un igual. Le daba lo mismo que oliera a heces y a amoniaco. Le amaba más que a los demás porque había pasado por lo que él había pasado. Cuánta envidia sentí por Pablo. Cuánta envidia sentimos todos. Deseábamos impacientes ser los siguientes. Debíamos ser los siguientes o nos consumiría nuestra propia envidia.

—Todos seremos maestros del escondite —nos consolaba Lázaro—. Sed pacientes. Yo os guiaré hacia el escondite perfecto.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Había pasado horas en el bosque y todavía no me había movido. Los gusanos de la tierra me aceptaron como a uno más. Me había convertido en un árbol. Y mis raíces eran las que retornaban.

Soy incapaz de entrar en la base secreta. Ya soy un adulto, pero el miedo que sentía es el mismo que el de un niño indefenso ante la boca abierta de un monstruo.

Había huido. Sí, había huido de este lugar. De este terrible y mítico templo erigido al Escondido. Pero al final volvemos donde están nuestras raíces. Da igual que las arranquemos. Que las pisemos. Que las neguemos. Seguirán ahí, esperándonos. Al igual que él siempre me esperaría.

Me quedo quieto y sigo recordando, con los pies fríos y húmedos y el rostro como un ascua ardiente.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

El Escondido cumplió su palabra. Y uno a uno fuimos desapareciendo del mundo para retornar a él cambiados, diferentes, elevados. La policía y nuestros padres no entendían lo que estaba ocurriendo. Los niños del pueblo se desvanecían para retornar semanas después sin dar explicaciones. ¿Cómo podían entenderlo? No eran parte de nosotros. No entendían nuestro cometido. No entendían el poder de esconderse. Ellos estaban fuera del juego y nosotros estábamos dentro.

—Ellos jamás nos comprenderán —decía el Escondido en nuestra base secreta. Cada vez éramos más. La voz se había corrido. El mensaje se había compartido. No se podía contener el brillo de nuestros ojos ni el poder de nuestros gestos calculados. Éramos la legión de los escondidos.

—Ellos jamás nos comprenderán porque trágicamente han perdido la habilidad de esconderse —siguió diciendo Lázaro a la pequeña muchedumbre que tomaba cada una de sus palabras como un dorado néctar—. Solo saben esconder sus asquerosos pensamientos y sus vidas vacías, y ni siquiera eso lo hacen bien. No saben esconder la totalidad de su cuerpo. No entienden lo que significa desaparecer del todo. Solo el que sabe esconder su cuerpo puede esconder su alma. Solo el que sabe esconderse puede volver a encontrarse de nuevo.

Cuando llegó mi turno de ser iniciado tenía miedo. Tenía tanto temor que mi cuerpo no era capaz de soportarlo. Me ardía la mente y me temblaban las piernas. Sudaba por cada poro de mi cuerpo, aterrorizado por la experiencia que tanto anhelaba y temía a la vez. Los demás que ya habían pasado por ella me abrazaron. Me consolaron. Me prometieron que todo iría bien, que no me arrepentiría de mi decisión. Todos me mandaron a la oscuridad y se despidieron con lágrimas y sonrisas en sus rostros encendidos.

Lo último que vi antes de girarme fue la sonrisa del maestro. Tan oscura. Tan brillante. Tan intrigante.

Al principio me arrepentí. Vaya si me arrepentí. Ahí, metido entre la maleza y la porquería. Ahí, metido hasta los tobillos en las aguas fétidas y la oscuridad. Ahí, metido hasta el fondo en el pozo del terror.

Pero cuanto más tiempo pasaba escondido más me gustaba. Era como tener tu propio mundo. Era como ser dueño de un reino oculto. Llegó un momento en que mis propios pensamientos dejaron de ser míos y aparecieron otros que no esperaba encontrar. Era justo lo que decía el Escondido: «Cuando encuentras tu escondite exterior acabas encontrando el interior».

Cuánta paz. Cuánta paz. Cuánta paz.

Un día casi me encontraron la policía y los habitantes del pueblo en una de sus incontables búsquedas. Por muy poco no me descubrieron. Cerraba la boca con fuerza porque sentía que el corazón se me iba a escapar por los labios. Los tenía tan cerca que podía oler la suela de sus botas de goma y su sudor acumulado de semanas de búsqueda desesperada. Los tenía tan cerca que podía escuchar sus voces repetir: «¿Qué cojones está pasando en este pueblo?».

El Escondido y los demás maestros me dijeron que escuchara a mi corazón. Que él me diría cuándo podría volver a ellos. Cuándo podría salir de mi escondite. No les entendí cuando me lo dijeron. Aparentaba entenderlo, pero no lo hacía. Era un misterio inescrutable.

Pero cuando los días dejaron de tener sentido y mi refugio se convirtió en mi hogar, supe que era el momento de volver y revelarme al mundo. Mi corazón me había hablado. Qué maravilla. Qué voz tan dulce y deliciosa. Qué éxtasis. Mi corazón escondido también salía de su escondite.

Mis padres lloraron cuando me vieron, tan sucio y herido como los demás que me habían precedido. Me preguntaron, pero no contesté. Me pegaron, pero no contesté. Me suplicaron, pero no contesté. Ellos no podían entenderme. Solo los escondidos podían hacerlo. Solo los maestros podían otorgar respuestas ocultas.

—Bienvenido de vuelta, hermano del escondite —me dijo el maestro al oído. Su abrazo era cálido. Su abrazo era eterno. Por fin, por fin era parte de él.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Respiro si saliera de debajo del agua. Como quien nace y respira por primera vez. Mi pie por fin se ha movido, despegándose de la tierra y de mis recuerdos. Consigo dar un paso. El leve crujido es atronador para mis oídos. No puedo tener miedo toda mi vida. Debo cerrar este oscuro capítulo. Por el amor de Dios, ya soy un adulto. Tengo que dejar de tener miedo. Tengo que dejar el pasado atrás.

Pero soy incapaz. ¿Cómo voy a poder olvidar todo lo que aconteció? Aunque quisiera, no puedo arrancarme estos recuerdos porque son tan parte de mí como mis oscuras entrañas y ácidos pensamientos.

Así que sigo quieto y sigo recordando.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Las puertas de las casas se cerraron una vez retorné a mi falso hogar. El alcalde había decidido poner restricciones. Ningún niño saldría de casa sin el acompañamiento de sus padres. Querían evitar que nos escondiéramos. Querían evitar que nos iluminásemos. Hubo protestas, pero al final entendimiento. Los padres no querían volver a experimentar la más terrible de las pérdidas.

—¡No podéis mantenerme encerrado!  —gritaba desde mi habitación, arañando las paredes y mi propia piel. Me sentía atrapado. Expuesto. No poder esconderme era como estar desnudo. Necesitaba escuchar las palabras del Escondido. Necesitaba su sabiduría. Le necesitaba. Todos le necesitábamos. Él era perfecto, nosotros no. Él era nuestra inspiración. A lo que aspirar. A lo imposible que desear.

Los niños acabaron escapándose por las noches. No había ventana o puerta cerrada para ellos. Las abrían con sortijas o las rompían con juguetes. Yo también las acabé rompiendo para salir a la base secreta. Mis padres jamás me entenderían. O quizás algún día lo harían, quien sabe. Corrí de vuelta a nuestro escondite, donde los demás esperaban la llegada del gran maestro del escondite.

Y cuando por fin llegó Lázaro, todo fue silenciosa alegría. Porque la manera de celebrar al Escondido tenía que ser con el mismo silencio que nuestro sagrado juego. Nos levantábamos y aplaudíamos sin tocar nuestras manos. Gritábamos sin elevar nuestras voces en la noche. Todo era éxtasis. Algunos nos desmayamos de lo mucho que le ansiábamos. Nuestra rebeldía valía la pena con su presencia. Por él haríamos lo que fuera.

—Nosotros sabemos encontrar lo oculto porque nos hemos adentrado en su espeso manto —decía en voz baja para que nadie nos encontrara en la oscuridad del bosque—. En todas partes hay objetos que desean ser encontrados por vosotros. Volved a vuestros falsos hogares y encontrad los objetos que vuestro corazón os revele. Da igual lo que sea. Traedlo al día siguiente. Yo os esperaré.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Un paso. Otro paso. Otro paso. Respiro. No puedo. No puedo. Otro paso. Otro paso. Respiro. Respiro. Respiro. No puedo. No puedo. No puedo. Respiro. No puedo. Aquí fue donde empezó todo. No puedo. No puedo. No puedo. Aquí fue donde todo empezó y todo terminó.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Obedecimos las órdenes de Lázaro y regresamos a nuestras habitaciones antes del amanecer. No podíamos esperar a buscar y a encontrar. No podíamos esperar a ver qué descubríamos con nuestro corazón. Rebuscamos entre los cajones y los áticos, entre las falsas paredes y los huecos de los muebles. Rebuscamos porque sabíamos que había algo que encontrar y que nos iba a reclamar. Cuando lo viéramos, lo sabríamos. Cuando lo viéramos, nos lo llevaríamos.

Volvimos la siguiente noche con los bolsillos llenos. Estaba orgulloso de mi botín. En la base secreta vaciamos nuestros pequeños sacos y enseñamos lo obtenido. La mayoría eran comidas prohibidas como caramelos navideños o bombones de caramelo duro con licor que te quemaba el estómago. Pero algunos trajeron botellas de vino y licores de nombres largos y exóticos. Y otros trajeron extraños sobres cuadrados de plata y círculos de plásticos enfundados, cofres con joyas y sortijas y fotos de desconocidos que se parecían a sus padres, pero no lo eran.

El Escondido, una vez más, ganó aquel juego que había creado. Porque él trajo una pistola. Todos nos echamos atrás ante la revelación.

—No tengáis miedo —nos dijo mientras sostenía la brillante arma—. Ha sido ella quien ha querido ser encontrada por mí y solo por mí. Estaba debajo de una tabla suelta de mi casa, seguramente comprada por mis padres para protegerme del hombre pálido. Pero no necesito protección. Yo os protegeré de los males de este mundo. Juntos nos esconderemos para siempre.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Mi respiración deja de tener sentido. Mis sentidos habían dejado de funcionar desde que he regresado. ¿Por qué decidí volver a este pueblo maldito? La tierra huele igual que siempre. Igual de húmeda y de arcillosa. Olía a peligro. Olía a niños que siguen fielmente a otro niño.

Mi mano toca algo. Sin darme cuenta, en mi pánico había conseguido poner una mano sobre la base secreta. Está áspera. Abandonada. Destartalada. Pero sigue viva: latiendo con los recuerdos de una tragedia sin sentido.

Entro más profundo en mis recuerdos de sangre y barro.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

Más objetos fueron descubiertos en los hogares de nuestros padres. Objetos de peligro. Objetos que rezumaban poder. La pistola del antes-llamado-Lázaro había inspirado a muchos. Se despertó en nosotros una rivalidad. Una competición. Todo era un juego para nosotros. Siempre lo había sido, pero ya no distinguíamos el juego del peligro. Empezamos a buscar como locos. Queríamos algo tan especial como él. Queríamos ser él.

Por las noches se escucharon los tintineos del metal contra el metal. La mayoría habían traído tijeras, cuchillos, machetes y navajas suizas, afiladas como aguijones de avispas. Pero unos pocos consiguieron los revólveres antiguos de sus abuelos de tiempos de la guerra o las escopetas de caza de sus padres. Brillaban con un orgullo asqueroso. Yo, que solo tenía un cuchillo de carnicero, les odiaba. Les envidiaba.

Todos estábamos alrededor del Escondido, presentándole la brillante ofrenda para conseguir su aprobación. Él acabó asintiendo frente al botín que se iluminaba como una montaña de estrellas robadas.

—Somos especiales —dijo, mirándonos a cada uno de nosotros—. Somos los maestros del escondite. Somos los que encontramos lo oculto. Somos los reveladores de la verdad y de la justicia. Somos nosotros contra el mundo. La oscuridad es nuestra aliada. La oscuridad es nuestro escondite. Nadie nos hará daño si no somos encontrados. Y aquí y ahora os ofrezco el escondite más perfecto que jamás podrá existir.

El escondido apuntó la pistola contra su oscuro pecho. Contuvimos la respiración, como si sintiéramos el pesado metal sobre nuestras propias pieles pálidas como lunas llenas.

—Pronto vendrán a por nosotros —dijo en susurros, como siempre había hecho en el escondite—. Han descubierto nuestro templo. Planean destruirlo, pero jamás me encontrarán. Mi alma se esconderá para siempre una vez se escape de este cuerpo sucio y frágil. El hombre pálido jamás volverá a encontrarme.

Lázaro alzó sus brazos hacia el techo de nuestra base secreta y respiró con lentitud como un viento entre los árboles que nos rodeaban. Y nosotros respiramos con él, sin entender del todo lo que estaba sucediendo. Pero sabíamos que era algo grande. Especial. Y que nosotros éramos parte de ese momento sagrado.

—Adiós, maestros del escondite, volveremos a vernos cuando desee ser encontrado.

¡PAM!

Un disparo. Un cuerpo. Un agujero.

La sangre nos había salpicado a todos. Estábamos tan cerca de él que nuestros oídos pitaban como sirenas. Nadie gritó. Nadie lloró. Porque sabíamos que solo se estaba escondiendo. Que el cuerpo que yacía con un agujero en el pecho ya no era Lázaro o el Escondido. Sabíamos que su alma se iba a esconder de todos los males del mundo y que había dejado de sufrir para siempre.

Cuánta envidia sentíamos por él. Pues nosotros también queríamos dejar de sufrir.

Me habría quitado mi propia vida si no hubiera visto las luces de la policía. El disparo les había ayudado a encontrar la base secreta. Entraron a empujones y sus robustos y peludos brazos nos sacaron de nuestro templo. Forcejeamos, pero era inútil. Nuestras armas del escondite final fueron también arrebatadas. Nuestra decisión había sido arrancada.

—No ha sido tu culpa —me repetían una y otra vez mis padres. Su abrazo era asfixiante. Querían que olvidara el incidente. Que olvidara a Lázaro, al Escondido. Pero jamás podría hacerlo. Yo lo había deseado mucho tiempo. Fue parte de mi vida. Aunque quisiera esconderla me sería imposible. Pues tal como nos enseñó quien-antes-era-Lázaro, no puedes esconder aquello que no quieres ocultar.

Pero al final, con el paso de los años, acabé deseando enterrar mi infancia. El encuentro con Lázaro. El secuestro del hombre pálido. Mis experiencias en el club de los escondidos. Mi iniciación como maestro del escondite. La muerte entre disparos. Me habían afectado demasiado. Mi manera de pensar. De sentir. De actuar. De amar. De vivir. De respirar. De hablar. De morir. Necesitaba ayuda y la conseguí. La terapia parecía funcionar. Yo parecía funcionar. Por fin podía ser yo de nuevo.

Pero entonces algo en mí me habló. Una parte muy muy escondida dentro de mis entrañas había asomado la cabeza. Me hablaba desde dentro del pecho, desde un hueco imposible de llenar e ignorar. Mi corazón me estaba hablando. Y no había dudas de lo que me estaba diciendo. Quería que volviera a la base secreta y fuese testigo del milagro.

Él quería ser encontrado de nuevo.

«No se puede encontrar al que no desea ser encontrado».

—Aquí fue donde ocurrió todo —vuelvo a decir mientras me adentro en las ruinas de la base secreta. Si había vuelto era para callar la voz de mi interior para siempre. Quiero que cierre su boca y se quede callada. Quiero dejar de escuchar sus mentiras en sueños y en vida. Quiero dejar de vivir escondido. Quiero que termine todo de una vez por todas.

Cuando entro en el escondite ya me están esperando el resto de maestros. Como yo, ellos también han regresado. Han acudido a la llamada de ese corazón infantil e inmortal que había aprendido a esconderse. Todos poseen la misma mirada que tenía Lázaro. Sus ojos brillan como estrellas fugaces. Y también está Pablo, el primero que aprendió a esconderse. Y en sus brazos sujeta a un niño que era igualito que él de pequeño.

Oh, Dios, han traído a sus hijos a esta pesadilla. Está sucediendo de nuevo. La historia se repite. La base secreta ha vuelto a ser real. Las mentiras ya no eran mentiras. Eran verdades absolutas. Mis antiguos amigos y maestros se giran. Y yo me giro con ellos. Y no le vi al principio porque la noche ha caído sobre mí sin darme cuenta. O quizás fue el mundo el que se apagó por su llegada. Pero hay alguien en la oscuridad. O quizás es mi oscuridad. O su oscuridad. Es una figura pálida como una luna enferma. Pálida como aquel hombre raro, raro, raro que se llevó a Lázaro al bosque por primera vez. Años de terapia se derriten entre mis murmullos. No puedo mover ni las manos ni los pies. Ni yo ni nadie. Y nos habla porque ha decidido volver. Porque ha decidido ser encontrado. Porque quiere revelarse de nuevo ante las tinieblas. Porque la partida del escondite se ha acabado pero el juego no ha hecho nada más que empezar. Su piel es pálida, pero el agujero de su pecho es rojo como un ascua recién encendida.

—Habéis encontrado al que desea ser encontrado —dice una voz en un susurro incontenible.

¿Quieres aprender a escribir historias como esta?

Echa un vistazo aquí

Más historias cortas

Esa era su voluntad

Esa era su voluntad

El rey mago decide abrir las puertas de su palacio y dejar que los habitantes del reino utilicen sus cuatros objetos de poder sin consecuencias ni represalias. Solo quedará su voluntad.

leer más
Sagrada ausencia

Sagrada ausencia

Una historia corta inspirada en el trabajo de la artista japonesa Yuko ono, donde la magia, los símbolos y la ausencia brillan con luz propia.

leer más
Lodo bueno, lodo malo

Lodo bueno, lodo malo

Agfa, un ser hecho de lodo, busca el sustento que sacie su hambre y dolor por no ser más sólida. Pero la llegada de un inesperado astronauta le mostrará que lo que quiere no es lo que al final conseguirá.

leer más
Arroz con castañas

Arroz con castañas

Un estudiante de literatura japonesa es asaltado por la pregunta de un youtuber que le hace recordar un plato de comida y el silencio de su madre.

leer más
Mi corazón es una mazmorra

Mi corazón es una mazmorra

Relato publicado en el nº 7 de la Revista Mordedor.

Una mazmorra de carne y sangre relata cómo tres aventureros se adentran en sus entrañas para enfrentarse a los terribles monstruos que le acechan. Pero no todo es lo que parece entre las paredes palpitantes y las voces en la oscuridad.

leer más
La hija del dios caníbal

La hija del dios caníbal

Relato publicado en el primer número de la revista Weird Review

Una hija espera el regreso de su padre el dios caníbal, el cual le trae un banquete que no podrá rechazar.

leer más
Un diamante para papá

Un diamante para papá

Relato ganador del VII Certamen de narrativa Allende Sierra de 2022.

Un padre testarudo no quiere dar las cenizas de su difunta esposa para que se convierta en un diamante multidimensional. Pero su hijo, igual de terco, tiene un plan para conseguirlo.

leer más
La mariposa y el golem de papel

La mariposa y el golem de papel

El rabino Levias Ben Zakai descubrió el pequeño huevo de oruga sobre las páginas de la Torah, mimetizado entre las palabras sagradas como un punto más de su lectura.

leer más
El menú de los gustos

El menú de los gustos

Mi cocina gira alrededor de dos conceptos fundamentales que se interrelacionan entre ellos con exquisita perfección: los cinco sabores y los cinco elementos.

leer más
La última pregunta del discípulo

La última pregunta del discípulo

Cuentan las escrituras que un día estaba el Buda enseñando a una pequeña multitud atraída por su inmensa sabiduría. Pero de entre ellos, uno que se hacía llamar Namryan, dijo al que se encontraba al lado suyo.

leer más

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *