por May 18, 2023

Arroz con castañas

Esta historia corta ha sido la ganadora del Primer premio del II Certamen «Historias de Japón» organizado por Altavoz Cultural

—¿Cuándo fue la última vez que le dijiste “te quiero” a tu madre?

La pregunta se queda pegada en mi boca mientras el youtuber que me ha asaltado espera mi respuesta sujetando un micrófono negro y peludo. Estaba volviendo de la universidad de Tōhoku en Sendai, cargando en mi mochila los sueños escritos de Soseki, Tanizaki y Mishima. Solo quería irme a casa y tumbarme. Descansar de estudiar tanto las palabras de los demás. Pero la pregunta del insistente “influencer” me despierta en contra de mi voluntad, pues recuerdo perfectamente cuándo fue esa última vez que le dije “te quiero” a mi madre.

Tenía catorce años y era otoño en Shinainuma, donde lo único que ocurría en este pequeño pueblo y que era digno de mencionar era la caída de las hojas y el engordamiento de las castañas en sus vainas duras y puntiagudas. Por aquel entonces todavía vivía en casa de mis padres, siempre con la mirada baja hacia un libro tumbado en mi regazo y con mi madre trabajando incansable en la cocina.

Mi madre, a la que conocía más por su espalda que por su rostro. Por los sonidos tintineantes, cortantes y burbujeantes de la cocina que por su voz.

—Mamá, te quiero.

No sé qué clase de dios o espíritu me poseyó en aquel instante. Quizás fue la influencia del poeta Basho que me acompañaba en el cambio de los colores estacionales. O quizás fue el efecto espejo de ver tantas series occidentales, donde aquellas dos palabras salían con la facilidad de una tostada recién hecha.

No sé por qué las había dicho de repente. Pero lo hice. Y fue la primera y última vez que me atreví a pronunciarlas.

—Vale —contestó mi madre después de una larga pausa y dejar de mover la mano para limpiar el arroz, tarea que siguió haciendo después de una respuesta seca y unas manos húmedas por su trabajo.

Aquella tarde de otoño comimos en silencio el arroz con castañas que mi madre había preparado. Yo me moría de la vergüenza mientras masticaba el suave dulzor del fruto cocinado, intentando entender con cada mordida por qué mi madre no me había repetido las mismas palabras que tanto me había costado decir. Incluso en aquel momento de comer frente a frente, era incapaz de mirarla a la cara.

—Sí, sí que me acuerdo de la última vez que le dije ‘te quiero’ a mi madre. No fue fácil —contesté al insistente youtuber mientras retomaba de nuevo mi camino a casa.

Pero él se interpuso entre mi suelo de tatami y mis recuerdos, lanzándome una nueva pregunta.

—¿Por qué crees que a los japoneses les cuesta tanto decir ‘te quiero’?

—Por las historias que hemos aprendido —contesto sin dudarlo con la mirada baja en las hojas caídas.

Cuando era pequeño, mi madre me leía cuentos tradicionales antes de dormir. Con la mirada baja en una pose que yo he heredado, me leía esas historias de ancianos capaces de hacer florecer cerezos, de niños que se vuelven ancianos tras abrir cajas oceánicas, y de mochis capaces de forjar amistades. Pero el cuento que más recuerdo es Saru Kani Gassen, “Batalla del mono y el cangrejo”, que relata la historia de un mono que engaña a un cangrejo para que intercambie su suculenta bola de arroz por una seca y aparente inútil semilla de caqui. El cangrejo acaba aceptando y consigue la semilla, que para ignorancia del mono planta para que crezca y acaba dando más anaranjados y dulces frutos en otoño. El mono, lleno de envidia, se ofrece a escalar el árbol para recoger los caquis por el cangrejo, pero una vez sube a lo alto, se los empieza a comer todos sin darle ninguno al pequeño crustáceo. El cangrejo demanda su ayuda, y en su lugar, el mono le arroja un caqui maduro a la cabeza y mata al que había engañado desde el principio.

La historia varía en su nivel de violencia otoñal, pero en la supuesta versión original, el cangrejo da a luz en el momento de su muerte, y son sus hijos que nacen entre caquis y vísceras los que deciden urdir una venganza contra el mono. Los cangrejos son débiles, con caparazones todavía blandos, así que buscan aliados. Y de nuevo, debido a la tradición oral de los cuentos populares y de las diferencias regionales, estos aliados cambian mucho: serpientes, algas, cuchillos, botellas de aceite, e incluso estiércol de vaca. Pero mi versión favorita, y la que me contaba mi madre antes de dormir, era el equipo formado por un mortero, una abeja y una castaña. Es una constelación de personajes tan variopintos que mi cerebro infantil se llenaba de esa fantasía nacida de lo cotidiano.

Pero lo que más me llamaba la atención, y le preguntaba a mi madre como de costumbre sin nunca recibir respuesta, es por qué la castaña era el único fruto consciente. Un mortero, lo podía entender. Una abeja, tenía sentido. ¿Pero una castaña? ¿Por qué esa castaña podía moverse y hablar pero los caquis que eran arrojados eran incapaces? Algo no me cuadraba. Y yo sospechaba que tenía que ver con la naturaleza otoñal de la historia, de que los caquis, al igual que las castañas, eran hermanas de la estación de hojas caídas y descoloridas. Y que los que contaron estas historias se fijaron en lo primero que vieron a su alrededor: un mortero en la cocina, una abeja en la ventana preparándose para el invierno, una castaña todavía dura y puntiaguda.

La historia acaba con una merecida venganza. El equipo de la justicia va a la casa del mono y se esconde para emboscar a su enemigo: la abeja se mete en un balde de agua, el mortero en el techo, y la castaña en la chimenea. El mono, cansado y con frío en sus huesos, va a la chimenea para entrar en calor, y es ahí cuando la castaña le da un punzante golpe para quemarle entre las llamas. El mono corre hacia el agua, pero le espera la abeja que le pica y le pica hasta dejarle el cuerpo hinchado. Y entonces, en su más absoluta y merecida agonía, el mortero cae sobre el mono para aplastarle. En algunas versiones de la historia el mono fallece, emulando la muerte del cangrejo bajo el caqui. Y en otra el mono sobrevive a los ataques y les pide perdón a los hijos del cangrejo.

Pasaron muchas estaciones en las que intenté descubrir por qué mi madre fue incapaz de devolverme el “te quiero.” Pero la respuesta estaba ahí, entre los cuentos, donde ningún personaje pronuncia palabras de amor. Donde lo único que había eran sus acciones. Sus verbos hechos realidad.

Y fue esa misma cálida ausencia de palabras lo que me llevó a una profunda inmersión de la literatura. Porque necesitaba encontrar respuestas a una contestación que nunca recibí frente a una espalda encorvada y de ese dulce sabor del arroz con castañas en mi boca.

—¿Querrías llamar ahora mismo a tu madre y decirle que la quieres? —me pregunta el youtuber con una sonrisa en forma de arco. Sus palabras son de sugerencia, pero en sus ojos veo la afilada agudeza de quien necesita contenido para sus videos.

Asiento sin darme cuenta. Quizás una parte recóndita de mí quiere confirmar lo que ya sospecho. Quiere poner a prueba en su método científico-literario la respuesta que he encontrado en todos estos años de vivir solo entre las páginas de los libros y las fibras de mi minúsculo tatami.

Tomo mi teléfono y selecciono a “madre.” El insistente youtuber me pide que lo ponga en altavoz. Obedezco. El tono de la llamada resuena en el campus universitario como una solitaria cuerda de koto.

Tuuuuuuuuu.

Mis primeros años de estudiante de literatura fueron las de un desesperado que intenta encontrar entre las palabras antiguas las respuestas de un presente silencioso; de escrudiñar a los ocho millones de dioses del Kojiki en búsqueda de alguno que pudiera aclarar el silencio de su madre; de cuestionar a Genji entre sus quehaceres y desgracias diarias para que me otorgara su guía; de dormir junto a Shōnagon para que sus sueños me dieran reposo y claridad; de hallar mi verdadero yo hablando con Yozo; de empujar la arena con la mujer sin nombre; de bajar al pozo con Toru Okada y quedarme agazapado junto a él; de trabajar de noche en el convini con Furukura y buscar respuestas en los clientes borrachos.

Pero ni en diez mil páginas pude encontrar la respuesta de mi madre. Esos personajes no estaban en la posición de hacerlo. Solo ella podía responder. Solo ella podía actuar.

Tuuuuuuuuuuuuuuuuuu.

La castaña del cuento ha vivido dentro de mí desde que me marché de casa. Seguía sin entender porqué era el único fruto antropomorfizado que ansiaba venganza frente al mono. El caqui, arma blanca utilizada para dar muerte, permanecía callado en toda la historia. Pero la castaña estaba dispuesta a luchar y a hablar con sus acciones. Porque de nada servía que dijera a los hijos del cangrejo “amaba mucho a tu madre” si luego no estaba dispuesto a pinchar a aquel codicioso mono.

Quizás la castaña estaba por dentro horrorizada de que los demás devoraran a sus hermanos de otros árboles sin ningún tipo de pudor. Podría haber hablado en contra de aquella masacre. Pero no lo hizo. Y en su lugar, ayudó a conseguir justicia y a sacrificar la propia seguridad de su cuerpo para combatir.

Esa era una castaña que habla con sus acciones y no con sus palabras.

Tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.

Con esta inspiración intenté cocinar por primera vez arroz con castañas. Compré un kilo envuelto en una bolsa de malla roja, las llevé a mi diminuto apartamento de una habitación y me puse a hervirlas. Creí, iluso de mí, que tras unas horas en el agua sería fácil quitarles esa armadura marrón. Pero no fue el caso. Me quedé sin uñas mientras intentaba pelar las cáscaras, pinchándome la carne de la yemas de los dedos con las finas cáscaras y luchando contra ellas con un pequeño cuchillo. Incluso después de pelarlas tenía que quitarles la agria capa de pelo interior. Para cuando terminé de preparar las castañas la noche ya había caído, y lo único que quería hacer era dormir.

¿De verdad mi madre tardaba tanto en cocinar este arroz con castañas? Pensaba que era un plato para vagos sin ideas para la cena. Pero lo que pasaba es que era incapaz de ver sus dedos ensangrentados por su espalda encorvada.

Tuuuu-piiiii

—¿Dígame?

Trago saliva y respiro hondo. El youtuber acerca su micrófono como un animal salvaje y curioso.

—¿Estás ocupada? —le pregunto, sin saber cómo comenzar la conversación.

—Estaba cocinando, pero puedo hablar un momento. ¿Ha pasado algo? —pregunta ella, y con razón. Nunca la llamo a menos que sea por algo urgente.

—No, no ha pasado nada —contesto, sintiendo mis piernas ceder ante la situación—. Sé que esto es muy espontáneo, pero quería decirte algo… te quiero.

Silencio.

La llamada parece haberse cortado en una pantalla negra, como si un telón hubiera dado terminada la función teatral. El eco de una respuesta muda llega de nuevo a mis oídos. ¿Qué me esperaba que iba a suceder?

Estoy a punto de colgar el teléfono cuando escucho de nuevo su voz.

—He hecho arroz con castañas —dice mi madre. Y sus palabras me llenan la boca con el aroma dulce y fragrante de quien ha buscado por mucho tiempo—. Ven a casa, te daré un obento para que te lo lleves.

Mis lágrimas caen como las hojas otoñales. Y lejos de saberme saladas, las siento dulces en mis labios, como si ya pudiera saborear ese arroz con castañas.

Las acciones hablan con más claridad que las palabras.

El youtuber me mira sin entender nada. He estropeado su video y me da absolutamente igual.

—Vale —consigo decir con una sonrisa.

Y no necesito decir más.

Entrevista en Altavoz Cultural

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