por Mar 10, 2023

La posible bestia de mi vientre

Esta historia corta ha sido publicada en la revista Grafofragxs de literatura de la Universidad Autónoma de Estado de México

Nunca jamás olvidaré la dolorida expresión de mi madre cuando me apartó del primer niño-bestia que conocí. Su cara se derretía de vergüenza y sus manos temblaban sobre mis hombros mientras me arrastraba de vuelta a casa como un saco lleno de culpa.

—Esas cosas no se preguntan —me reprochó una y otra vez desde el parque hasta mi habitación. Desde sus palabras hasta sus golpes en mis muslos. Desde mi infancia hasta mi adolescencia. Desde que abrí la boca hasta quedarme embarazada—. Nunca, nunca, nunca debes hacer ese tipo de preguntas.

Yo no entendía qué había hecho mal. En mi cabecita humana sólo había cometido la más sencilla y honesta de las peticiones.

¿Qué niña no querría tocar a un perro?

Pero yo no se lo había pedido a cualquier chucho de la calle. Lo había hecho a una madre que paseaba a su hijo que caminaba a cuatro patas, clavando sus rodillas y sus palmas en el suelo, jadeando con un bozal atado en la boca y vestido con solo un calzoncillo que tapaba su salvaje desnudez.

—¿Puedo acariciarle? —le pregunté a la madre, sin apartar la mirada del primer niño-bestia que conocía.

Mi madre no se dio cuenta de que me había marchado de los columpios hasta que fue demasiado tarde. Me llamó demasiado la atención aquel niño de mi edad, atado por el cuello y silenciado por su madre. Un acto de supuesta agresión que sin embargo ahora recuerdo como una de orgullo. En esa época casi nadie sacaba a sus hijos-bestia a pasear. Ella era una activista, una pionera de los derechos de sus hijos que sufrían esta condición y que demandaba naturalidad y libertad.

Pero mi madre no lo percibió así.

—¡Noemí! —escuché llamarme desde la distancia. Fue un grito desgarrador. Mi madre había reaccionado como si se me hubiera acercado un camión de mil toneladas en vez de un indefenso niño.  Que eso era lo que era: un niño, inocente y juguetón como yo.

—Por favor, perdone a mi hija —fue lo primero que le dijo a la señora con su niño-bestia. Mi madre estaba roja como una señal de alarma, cada palabra saliendo de su boca como pitidos de un silbato. La vergüenza le consumía como una llama imparable—. No sabe lo que dice, no sabe lo que dice, no sabe lo que dice.

Recuerdo la cara del niño que se sentía perro. Recuerdo que su lengua húmeda y roja estaba fuera de su boca y que sus ojos estaban encendidos con una alegre curiosidad. Recuerdo su cuerpo inquieto cuyas finas costillas se dibujaban sobre su costado. Recuerdo que se mecía de un lado a otro por el intento de mover una cola que no existía desde hacía millones de años atrás. Recuerdo sus uñas, recortadas pero dañadas y sucias por intentar escarbar un suelo demasiado duro para sus instrumentos equivocados. Recuerdo sus ladridos, carentes de maldad y llenos de radiante felicidad.

Recuerdo muchas cosas de aquel día. Pero lo que no consigo recordar, aunque me esfuerce por todos los medios, es la expresión de la madre de aquel niño-bestia. ¿Era una de ardiente vergüenza como la de mi madre? ¿O era una de impecable orgullo por su hijo que no había hecho nada malo en esta vida?

Ahora que mi vientre está hinchado y ya noto las patadas contra el muro que separa mi futuro hijo de este mundo cruel, me lo pregunto cada vez más. Y maldigo a mi memoria, porque creo que esa expresión me ayudaría a derretir esta incertidumbre que me golpea, y me golpea y me golpea.

—Felicidades, es un niño —me dice el doctor sin ni siquiera mirarme a los ojos. Su atención plena estaba en el pequeño dibujo pixelado del monitor, escrudiñando cada movimiento del no-nato para conseguir extraer la respuesta a la pregunta que yo también me estaba haciendo.

Que todas nos estábamos haciendo.

—¿Puede saber ya algo en esta etapa tan temprana? —le acabé preguntando. Mi cabeza ardía y mi vientre se congelaba. El gel todavía estaba viscoso en mi piel, adhiriéndose al futuro de la posible bestia de mi vientre.

—Todavía se está investigando —admitió el doctor, por fin separando el transductor de mi cuerpo—. Poder ver algún tipo de comportamiento inusual en estos meses iníciales nos ayudaría a… tomar decisiones más tempranas.

—Abortar —dije sin contenerme, pues las cosas tienen que nombrarse por lo que son. Callárselas sólo les otorga más poder de lo que deberían.

Los verbos dan fuerza al mundo.

—Es una posibilidad entre muchas —contestó el doctor sin pestañear—. La gente no quiere vivir en la incertidumbre, necesita tener respuestas cuanto antes que las ayuden a planear el futuro. Poder averiguar si los fetos tienen comportamiento de un canino, un insecto o un pez, ayudaría a muchísimas familias a prepararse… pero todavía no sabemos mucho de los niños-bestia. Nos queda mucho por investigar.

Los dos retornamos nuestras miradas al monitor, que mostraba a mi hijo subiendo y bajando sus minúsculos puños, quizás en un acto de protesta contra los que pensábamos en su posible ejecución. O quizás los alzaba en un acto de orgullo por su innegable humanidad.

—Mi hijo —dije hacia mi vientre pegajoso. Cuánto habría querido celebrar sin contención. Cuánto habría querido alegrarme por la noticia de que era varón. Cuánto habría querido irme a dormir aquella noche y soñar con sus futuros pasos, palabras y danzas.

Pero aquella noche me iría a dormir con una foto de su ecografía agarrada hasta crujirla, preguntándome insomne si acabaría siendo una persona o una bestia como la que vi aquella primera vez en el parque: callado con un bozal y paseado con una correa.

—¿Cuál creéis que es el peor tipo de animal en el que se puede manifestar un niño-bestia? — preguntó Clara sin dejar el botellín de cerveza. La pegatina estaba medio arrancada y la espuma todavía saltaba sobre sus labios como una canción prohibida.

—La madre que te parió, Clara —dijo Lisa entornando los ojos hacia mí—. ¿Es que acaso no te queda una pizca de tacto? ¿Tú crees que Noemí quiere hablar EXACTAMENTE de esto ahora mismo?

Sonreí sin querer darle importancia. Ni siquiera me atreví a contestar por miedo a abrir la caja de pandora.

Pero lo cierto es que quería hablar del tema. Necesitaba hablar del interior de la caja y manifestar a esos demonios para darles una forma corpórea contra los que poder combatir.

—No veo cual es el problema —siguió Clara, encogiéndose de hombros—. Dicen que uno de cada mil niños tiene posibilidades de desarrollar síntomas de bestialidad. Tarde o temprano alguien se lo comentará a nuestra querida embarazada, si es que no lo han hecho ya otros mil especialistas.

—Pero ella no ha venido hoy aquí a preocuparse —siguió Lisa mientras se colocaba un cigarrillo entre los labios—. Está disfrutando con sus amigas en una terraza y lo último que quiere es hablar de ‘ese tema’. ¿No es verdad, Noemí?

Las dos se me quedaron mirando como si fuera un animal de zoológico, ahí con mi vestido de una pieza con lunares rojos y blancos, hinchada como un globo a punto de despegar a otro mundo. Delante tenía una infusión de manzana que ni siquiera había tocado.

Me recoloqué en la silla y di un suspiro tan largo que bien pareció ser el último.

—Por desgracia tengo que admitir que necesito hablar de ello —admití al final, produciendo un gesto de victoria en Clara y uno de derrota en Lisa—. Es un tema tabú en la sociedad y, sin embargo, hay millones de personas que tienen que lidiar con las consecuencias de la mejor manera posible.

—Exacto, y por eso hablar de ello ayuda —dijo Clara, terminándose el botellín con un último trago largo—. Venga, sé que lo estáis pensando todas, incluido, tú, Lisa. ¿Cuál es el peor animal posible?

—Tienen que ser los acuáticos —dijo Lisa sin mirar a Noemí y echando el denso humo por la nariz. Su respuesta había sido tan rápida que era obvio que también había pensado mucho en el tema—. Una amiga mía tiene un sobrino con el comportamiento de un pez espada. No os podéis imaginar lo caro que es mantener a ese pequeño dentro del agua. Va a una escuela marítima para otros niños del espectro acuático y les cuesta un ojo de la cara cada mes. Pero la alternativa es mucho más peligrosa. Y ese niño no aguanta ni una hora fuera del agua. Tiene la piel tan blanca y arrugada que parece un espectro a punto de desvanecerse.

Nunca había pensado en las dificultades de los niños-bestias que habían adoptado un comportamiento acuático. Mi mente se sumergió de repente en el líquido amniótico con mi futuro hijo y me lo imaginé de mil formas burbujeantes. ¿Sería mi hijo también un pez-espada? ¿Un tiburón? ¿Una monstruosidad de las profundidades? Oh Dios, ¿tendría que vivir con él a metros bajo el agua y aplastada por la presión?

—Debe ser horrible lo del agua —confirmó Clara, no sin antes levantar la mano para pedir otra cerveza—. Pero me parece mucho peor que se desarrollen como insectos.

Lisa y yo dimos un respingo en nuestras sillas de frío metal.

—Pero no por el hecho de que sean insectos. Eso es un constructo social que hemos creado nosotras —siguió ella—. Lo digo por la escasa interactividad que un insecto tiene en comparación con cualquier otro mamífero o vertebrado. He escuchado de niños-bestias insectos que pueden quedarse quietos durante días sin necesidad de hacer nada más. Debe ser desgarrador para los padres verles en ese estado sin poder interactuar con ellos.

Mi mente se escondió en un profundo agujero, imaginándome a mi futuro hijo retorciéndose en el suelo como un gusano o escarbando la oscura tierra con sus manos sucias de tierra y excrementos. Existen millones de tipos de insectos en el mundo, ¿por qué no se me había ocurrido nunca esa terrible posibilidad?

—Cualquier otro animal sería mucho mejor —concluyó Clara, orgullosa por su razonamiento—.  Cualquier tipo de vertebrado tendría más posibilidad de interacción. Un mamífero, un reptil o un pájaro.

—Creo que lo de los pájaros trae más problemas que otra cosa —le cortó Lisa—. Imagínate tener que estar vigilando constantemente que tu hijo no se tire por la ventana para intentar volar. He escuchado de padres que tienen que atar a sus hijos para que no se estrellen contra el suelo, o gastarse miles de euros semanales para llevarles en avionetas o a tirarse en paracaídas para satisfacer su imperiosa necesidad.

Y con esas palabras mi mente despegó del suelo para permanecer entre las nubes del vacío, imaginándome como caía y caía mientras mi hijo agitaba sus brazos para intentar volar en vano hasta aplastarse contra el suelo. El estómago se me apretó del vértigo imaginario. El vientre se me endureció como un tambor de guerra.

—Hablar de esto no ha sido tan buena idea como pensaba —interrumpí a mis dos amigas, las cuales me miraron con ojos apagados—. Pensé que hacerme a la idea de la posibilidad y aceptarla me ayudaría. Todo esto es demasiado. ¿Por qué tenemos que aguantar este peso tan grande nosotras? Estoy segura de que los hombres no se preocupan de los niños-bestia tanto como nosotras.

Mis amigas se levantaron de la silla y me abrazaron en un gesto de fraternal preocupación. Ellas también eran mujeres. Ellas también podían quedarse embarazadas y, por eso, incluso en sus vientres vacíos se gestaba la densa preocupación de quien puede dar a luz a una bestia.

Pero me abrazaron sin dejar de soltar el botellín y el cigarrillo. Y el humo y el pestazo a alcohol me irritaron los ojos y las fosas nasales hasta hacerme llorar.

En estos tiempos de incertidumbre y miedo, todo el mundo tiene su propia teoría que compartir y exponer. Todos quieren proponer su opinión y canonizarla, darle sentido a un mundo en donde nuestros hijos pueden volver atrás en la evolución y vivir en el reino de las bestias.

Llevo más de doce horas atrapada en internet. Aunque quiero separar mi cuerpo de la silla, del teclado y del ratón, no consigo hacerlo. Sé que me hace mal. Sé que me hace daño. Pensaba que encontrar una razón satisfactoria que le diera sentido al mundo me ayudaría. Pero todas las respuestas que encuentro proclaman portar la certeza absoluta de un problema que cada vez se va haciendo más grande y más real dentro de mí.

Muchos afirman que esto es un castigo de Dios. Era la respuesta más obvia de encontrar. La justificación fácil que no requiere ningún tipo de esfuerzo mental. Dios sabe que somos pecadores, peores que las bestias. Así que nos castiga para que nuestros hijos sean bestias literales.

Gracias Dios, tú siempre tan efectivo con tus soluciones.

Otros toman una ruta parecida pero más ecológica. La llaman “la teoría de Gaia,” explicando que al ser la tierra un organismo inteligente sabe que será destruida si los seres humanos siguen este camino que lo consume todo. Así que ha decidido que una parte de nosotros será incapaz de hacerle más daño. Sutil, pero igual de vaga como explicación. Misma razón que el castigo divino con un disfraz diferente.

Muchos han elegido investigar la ruta de la alimentación y el estilo de vida. Dicen que este síntoma es un comportamiento originado por todos los productos bioquímicos que metemos en nuestros cuerpos, formando un rechazo generacional que ha acabado afectando a nuestros hijos. Podría ser. Quién sabe. ¿No somos acaso lo que comemos?

Unos teorizan que partes primigenias de nuestro cerebro se están reactivando, volviendo a esos comportamientos de los antepasados evolutivos que compartimos. Al fin y al cabo, nuestra mente es un cerebro de mamífero sobre un cerebro de reptil. Es una teoría interesante, pero no explica por qué hay tantos niños-bestias que se comportan como animales mucho más alejados de estas ramas evolutivas, como pueden ser los cefalópodos o los propios insectos. Es un intento de dar una razón lógica y científica a un problema demencial.

¿Pero y si encontrar la razón no nos hace menos infelices? ¿Y si al encontrar una explicación nos damos cuenta de que esto no es algo que esté bajo nuestro control y nos deja igual de impotentes?

La verdad no nos hace más libres. La verdad nos encadena más a la realidad.

Y la realidad es que tengo una posibilidad dentro de mi vientre. Una entre mil de que sea algo diferente a lo que mi madre, y la madre de mi madre, y la eterna cadena de eslabones de la vida conocían y esperaban concebir.

Quiero cerrar el ordenador pero no puedo. Los rostros de todos aquellos que intentan darme explicaciones me persiguen como fantasmas en espejos negros. Yo solo quiero la certidumbre de que mi hijo estará bien. De que mi hijo no caminará, comerá, respirará y vivirá como una bestia.

Quiero la certidumbre de que no seré infeliz.

Que orgullosos estamos de nuestro lenguaje, tan cuidadosamente elaborado desde hace decenas de miles de años. Creemos con convicción que el lenguaje es lo que nos lo ha dado todo para poder dominar esta tierra de bestias sin razón ni intelecto.

Pero no fueron las palabras las que al final me trajeron consuelo en esa época de dolor en el limbo. Fueron los actos, el verbo hecha acción, las que me dieron la certidumbre. De eso estoy segura.

Hacía meses que me costaba dormir. Nunca en mi vida he podido conciliar el sueño boca arriba, pero con el bebé era imperante descansar en esa posición. Acostarme así me hacía ser demasiado consciente de la presencia de la gravedad sobre mí. De ese constante recordatorio de un peso que no podía quitarme.

Me acabé rindiendo y decidí dar un paseo por el parque. Apenas ya entraba la luz del día sobre el mundo, cortando en finas tiras la oscuridad que se retiraba con parsimonia. Para mi sorpresa, en el parque había muchas más personas de las que me esperaba, la mayoría de ellos madrugadores que peregrinaban entre el bosque falso para satisfacer a sus fieles mascotas. En el crepúsculo de la ciudad, el parque estaba lleno de los sonidos de los perros paseados que jugaban felices entre su tan ansiada libertad.

Entonces les vi: a una madre que caminaba junto a su niño-bestia, uno al lado del otro. Y tuve que frotarme los ojos para comprobar que aquella visión era real, preguntándome con el corazón desquiciado si aquella familia era la misma que había conocido cuando era pequeña. El niño-bestia era mucho más grande, ya no era un infante, sino un hombre adulto con el pelo negro como el azabache y una posición encorvada formando un arco perfecto. Debía tener mi misma edad. Como todos los seres humanos, había crecido y seguido adelante, aunque por otra ruta muy diferente. ¿Era posible que fuera el mismo? Era improbable. Pero quería creerlo.

Necesitaba creerlo.

Desde mi prudente distancia observé cómo la madre, con el pelo brillante y plateado, se acercaba a un grupo de perros y sus respectivos dueños. Ellos formaban un círculo cerrado, mirando con obvia incomodidad al hombre-bestia que caminaba sobre cuatro patas y se acercaba a ellos. Vi a la madre hablar con los demás, pero no podía entender lo que les estaba diciendo. Señalaba a los perros y luego a su hijo, que se estaba acercando hacia la domesticada manada.

Los otros perros se acercaron al hombre, confundidos por aquel humano que caminaba a su altura. Se comportaba como un perro, ladraba como un perro, olía como un perro pero para ellos no era un perro. No se fiaban de él. Una actitud que los dueños mimetizaban por sus poses tensas y distantes.

Era doloroso ver aquel espectáculo. Y en más de una ocasión quise marcharme de ahí para dejar de presenciar aquel horrible escenario de vergüenza ajena.

Pero algo me impedía moverme. Un centro de gravedad me mantenía clavada en el suelo. Alguien dentro de mí quería ver el desenlace de aquella historia. El futuro ser de mi interior parecía asomarse por la oquedad de mi ombligo para presenciar un milagro.

La madre del hombre-bestia se arrodilló y se puso a caminar sobre cuatro patas. Y ante la atónita mirada de todos (incluida la mía) comenzó a correr tan rápido como le permitieron sus cansadas articulaciones y extremidades. Gateó entre los otros perros, jadeando con la lengua fuera y ladrando, invitándoles a jugar con ella.

Invitando a su hijo a jugar con ella.

El hombre-bestia aulló con la fuerza de una explosión. Aulló con tanta potencia que los árboles dejaron de respirar y la luz paró su rápido caminar. Aulló con tal alegría que el mundo tuvo que reconocerle.

Con mucha más habilidad que su madre, el hombre-bestia corrió hacia ella para jugar. Y los dos se revolvieron en el suelo, persiguiéndose mutuamente y restregando sus cabezas el uno junto al otro. Y el hombre-bestia ladraba, y la madre reía. Y nosotros nos dábamos cuenta de que hacía tiempo que estábamos sonriendo. Que nuestras expresiones de vergüenza se habían transformado en unas de ebria felicidad.

Los demás perros no necesitaron más razón para unirse al juego de aquella madre y su hijo. Los aceptaron con tanta naturalidad que era difícil pensar que hace apenas unos segundos reinaba entre ellos la desconfianza. Pronto todos se pusieron a correr y a correr. El hombre-bestia era tan rápido como los otros, y en un instante raudo todos ya estaban moviéndose veloces como una sólida manada alrededor de la madre que sonreía con la fuerza de un millar de soles.

Su libertad nos dio envidia a todos.

Las palabras están sobrevaloradas. Creemos que nos salvarán siempre, pero eso no es así. Los animales sobreviven sin palabras desde hace millones de años, pero nosotros nos hemos acostumbrado a esas sílabas atadas y creemos que la vida sólo es posible con ellas.

Lo que había hecho esa madre por su hijo despertó en mí una respuesta que ninguna otra palabra había conseguido. Y por el maravilloso movimiento en mi vientre de mi futuro hijo, supe que él también estaba de acuerdo.

Ahora que estoy tumbada en la cama del hospital, retorciéndome por las contracciones que llaman a la puerta de la vida, rememoro una y otra vez aquella escena en el parque de una madre y su hijo-bestia. Recuerdo en un bucle el aullido de aquella persona para que se convierta en la melodía que dará la bienvenida a mi hijo.

Hay muchas incertidumbres en nuestras vidas. Es más, casi todo lo son. No hay muchas cosas de las que podamos estar seguros. Todo son incertidumbres, preocupaciones, ocurrencias.

Hay una posibilidad entre mil de que de mi vientre salga una bestia.

Hay una posibilidad de que no sea como los demás. De que camine sobre cuatro patas, de que quiera respirar bajo el agua con sus pulmones prematuros o que intente abrir sus pequeños brazos para intentar volar.

Hay una posibilidad entre mil de que nuestras vidas jamás sean normales.

Hay muchas posibilidades. Pero sólo necesito una certeza para hacer que todo esto valga la pena. Para que pase lo que pase, siempre estemos juntos.

Nazca como nazca, camine como camine, hable o no hable, yo estaré junto a él. Y como hizo aquella madre en el parque, si tengo que aullar, aullaré. Y si tengo que nadar, nadaré. Y si tengo que volar, volaré.

Porque de solo una cosa estoy segura y de nada más, y es que este ser en mi vientre a punto de llegar es mi hijo, y que le querré como nadie nunca jamás le querrá.

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