por Nov 30, 2022

La hija del dios caníbal

Esta historia corta ha sido publicada en el primer número de la revista de género fantástico Weird Review

Mi padre retorna a casa con un saco lleno que apesta a hierro y a luz apagada. Su cacería ha sido fructífera, y mi estómago, aunque intento evitarlo, ruge con el perfume que el aire trae sin piedad a la puerta de nuestro hogar compartido.

Primero llega el fulgor de su presencia, después el retumbar de sus pisadas, y finalmente el crujido del pomo que se abre de un empujón. Para poder entrar conmigo, mi padre tiene que cambiar de forma a una más cercana a la mía. A una que le une con el espectro y recuerdo de mi madre que aún nos acompaña en nuestra mesa.

—AQUÍ ESTOY —dice su voz como una cascada de piedras. A pesar de poder cambiar de tamaño, es incapaz de esconder los atributos divinos que le definen como un dios: sus tres bocas y sus seis ojos que brillan con luz propia allí donde posa su mirada y reposa sus palabras.

Esta es la presencia de un dios. Esta es la presencia de mi padre.

Dejo el palo de hierro que estaba empleando para mover las ascuas de la chimenea. No había mucho más que hacer en casa aparte de atender el fuego y esperar a que regresara mi padre de su cacería. En estas tierras yermas donde hemos sido abandonados, la espera significa la muerte. Y mi padre no estaba dispuesto a esperar a que tocara nuestras puertas.

Eso ya había ocurrido. Y él había prometido con su ardiente voz que no sucedería de nuevo.

—VEN AQUÍ, KALI —dice mi padre con un gesto de su mano. —HACE MUCHO TIEMPO QUE NO TE VEO Y QUIERO CONTEMPLAR TU ROSTRO.

Sé qué es lo que quiere decir mi padre con esas palabras, así que con la obediencia de una hija filial, me acerco a él y dejo que me mire con la intensidad de la que solo es capaz un dios. Posa su mano sobre mi mejilla y comprueba mi ascendencia: las dos bocas y cuatro ojos que marcan mi rostro con lo innegable.

Esta es la prueba de mi concepción prohibida. Esta es la prueba de mis orígenes, de mi presente y de mi futuro.
Este es mi derecho de nacimiento.

—SIGUES IGUAL DE BELLA —dice, y su voz suena más apagada. Más triste y sumisa por sus recuerdos. —LAS TIERRAS DE SAL NO PUEDEN APLACAR QUIÉN ERES. NO DEJAREMOS QUE ELLOS NOS VENZAN.

—Sí, padre —contesto alzando la mirada al tiempo que mi estómago ruge una vez más y me humilla. Hace días que no he comido, y aunque temía el retorno de mi padre y el festín que me esperaba, no deseaba mostrar aquella terrenal debilidad ante él.

Mi padre asiente ante lo que ha escuchado. Está aliviado de haber llegado a tiempo para dar de comer a su hija. Así que sin esperar un instante más de mi secreta agonía, se quita el pesado saco de su ancha espalda y coloca ceremonialmente el contenido sobre la mesa, mostrando su botín con el más radiante orgullo de aquel que mantiene viva su gran y única promesa.

La carne, a pesar de haber sido cazada varias lunas atrás, sigue brillando con una luz imposible de ignorar y no identificar. Las líneas blancas de la grasa rezuman poder, y la carne roja como rubíes recién pulidos exhuma una luz que calienta más que el fuego de este hogar alejado del mundo.

Esta es la carne de un dios. Esta es la carne que mi padre ha cazado con sus propias manos. Y es la carne que vamos a comer con nuestras bocas.

Mi padre no siempre ha sido un dios caníbal. Ese cambio fue uno forzado por los suyos, por un destino maldito que le obligó a aprender a transformar sus utensilios de siega en armas de muerte. Él antes era un dios de la cosecha. Un dios que cortaba el trigo y no la carne. Un dios que recogía y que no cazaba. Un dios más preocupado por hacer crecer que por hacer sangrar.

A veces me pregunto si mi padre echa de menos ser un dios de la cosecha. Pero en esos instantes de duda me recuerdo a mi misma la respuesta que ya sé con certeza: mi padre no echa de menos el haber sido un dios de la siega y de la plantación. Lo que en verdad echa de menos es haber sido esa clase de dios cuando conoció a mi madre y al amor de su divina existencia.

Ella era campesina, de rizos dorados como el trigo maduro y de ojos verdes como los brotes nuevos tras superar el manto del invierno. Su piel estaba manchada de lunares y de tierra, bendecida por la marca de aquellos que aprecian lo que tienen bajo sus pies. Ella era la representación de todo lo que mi padre debía representar. Ella era la que parecía ser la diosa de la cosecha y no él. Y esa santa envidia es lo que le atrajo y lo que hizo que se conocieran en los campos de frutos a rebosar.

Todo esto me lo cuenta mi padre cada noche templada antes de dormir. Rodeados de esta tierra maldita de sal, sus palabras se convierten en una mitología personal que nos hace sentir a ambos un poco mejor. Menos solos. Menos tristes. Es un pasado ya inalcanzable pero con el que sin él seríamos incapaces de vivir.

Entre el grano recogido y la hierba aplastada, mis padres se amaron en el más brillante de los secretos. Sabían que un dios y una humana no debían juntarse jamás ni concebir fruto. Lo sabían como quien sabe que el dios luna enfría por la noche y el dios sol nos alumbra por el día. Lo sabían, lo sabían, y lo sabían, pero sus corazones entendieron algo que no podía ser negado ni por la luz ni por la sombra.

Cuando los demás dioses descubrieron aquel secreto de flores y perfumes, ya era demasiado tarde. El vientre de mi madre estaba lleno de mi futura presencia, de esa cosecha con fecha fija que desencadenaría el más horrible de los destinos.

Fuimos expulsados sin miramientos. Mi padre era un desertor, mi madre una hereje. Y yo era una abominación sin nombre ni hogar.

Nos echaron de aquellas tierras a rebosar de comida y nos dejaron en las llamadas tierras de la sal, donde nada, nada, nada podía crecer. Donde la noche hiela la sangre y el día quema la piel. Fuimos abandonados por los demás dioses, y el portal de piedra que marca la frontera entre los mundos, fue cerrado, prohibido y protegido.

Ella falleció cuando cumplí los seis años. Su cuerpo, que antes rebosaba el calor de la vida por cada una de las manchas de su piel, se fue desvaneciendo en una nube de polvo infértil. Su leche que me daba alimento se acabó secando, sin ningún sustento que la ayudara a mantenerse en aquel lugar inhóspito y maldito. Mis padres intentaron con todas sus fuerzas convertir este lugar en su edén personal. Pero ni el trabajo de un dios ni el de una experta labradora fueron capaces de hacer crecer la vida entre su tierra llena de muerte.

Y al final, la vida de ella se fue apagando, sin cera a la que aferrarse, lentamente hasta ser barrida por el último beso de su amor eterno.

Ella me lo dio todo para que pudiera seguir viviendo. En eso mi padre y ella eran iguales. Ella era la mitad de lo que soy, la división de mi divinidad con la mortalidad, la prueba de que somos más que nuestras sumas. Ella era mi madre, y la enterramos en estas tierras secas y frías.

Mi padre nunca llegó a ser el mismo tras aquella pérdida. Incluso los dioses se transforman cuando el cambio es lo suficientemente grande. Y aquel cataclismo no podía ser ignorado, no podía ser ocultado por sus seis ojos abiertos y adornado con sus brillantes lágrimas. Una muerte marcó otra muerte.

Recuerdo como ardía su mano cuando agarraba la mía, pequeña e indefensa ante tanta furia. Podía sentir el cambio invadirle y la promesa emerger de sus labios como lava demasiado tiempo contenida.

—JAMÁS SERÁS CONSUMIDA POR EL HAMBRE —me dijo sin apartar la vista de la tumba que tanto nos había costado cavar. Sus palabras eran un mandamiento, un pacto entre su sangre divina y mi sangre humana, unidas por ese amor común que compartíamos.

Y su promesa era absoluta.

A la mañana siguiente, mi padre tomó su hoz de la cosecha y salió por la puerta de nuestra casa. Desde la ventana rota pude ver como su cuerpo crecía, crecía y crecía hasta recuperar su tamaño original y dejar atrás su forma de cosechador para en su lugar tomar el manto de la furia y la venganza, del cazador y del devorador. Se marchó para cumplir lo que me había prometido. Y yo me quedé sola durante días, sobreviviendo solo a base de agua y paciencia, sin entender del todo a dónde se había marchado mi padre.

Pero cuando volvió por primera vez, igual que hoy, con su saco lleno de carne iluminada y su piel manchada de sangre roja, roja, roja, supe en lo que se había convertido mi padre y de lo que ya no podría regresar. Había matado al dios que protegía la puerta de piedra y me había traído su carne todavía caliente. Ya nada le podía separar de su promesa y venganza.

—COME —me ordena una vez más mi padre como un eco, señalando la carne que tanto le ha costado conseguir. Lo que tengo frente a mí es el fruto de su cosecha personal, de la lucha contra los otros dioses como la venganza más desquiciada, y de la promesa que hizo frente a una tumba y una mano pequeña a la que se aferraba.

Mi padre no solo prometió ese día que jamás moriría de hambre. También prometió con su voz profunda que mis labios, al contrario que nuestra ascendencia divina, no tocarían nunca carne humana para saciar mi estómago. Eso era lo que hacían los dioses. Pero mi padre no permitiría aquella afrenta a su gran amor.

Esta era una doble promesa. Una afilada y desquiciada que era capaz de cortar a la misma naturaleza divina y humana. Y esa era la promesa que yo tenía sobre mi cabeza pendiente del más fino de los hilos.

Quiero rebelarme. Quiero empujar la comida, alejarla de mí. Pero hay dos cosas que me lo impiden: el hambre y el entendimiento. Sé que lo que hace mi padre es un pecado abominable. Que comerse la carne de un dios es el mayor de los tabúes, algo de lo que ni siquiera un demonio del abismo sería capaz, un acto que nadie ha podido siquiera imaginar.

Sé también que lo que hace mi padre jamás tendrá perdón. Si el haberse enamorado de mi madre tuvo como resultado su expulsión, aquel acto de canibalismo le había dotado de la más extenuante persecución. Mi padre había quemado los puentes que le podrían haber permitido regresar con los suyos, y estaba dispuesto a seguir haciéndolo con cada una de sus incursiones. Él se había convertido en el fuego que se negaba a ser extinguido.

Veo la carne que él ha cazado y no puedo evitar llorar. De mis cuatro ojos brotan lágrimas que son pequeñas estrellas que caen sobre uno de los míos. Carne de mi carne, sangre de mi sangre. Lloro porque me apena el que podría haber sido mi hermano y va a acabar entre mis dos bocas.

Pero sobre todo lloro porque también entiendo a mi padre, en qué se ha convertido y por quién se ha convertido.

—COME Y VIVE, HIJA MÍA —me dice mi padre. Y sus palabras, surgidas de esas seis sanguinolentas bocas, no son una orden sino un ruego. Son una plegaria desesperada para que lo que más ama no se marche de su lado como hizo su amante. Él es un dios que reza a la mitad de otro dios, un dios de la cacería que le ruega a mi parte humana que siga comiendo, viviendo y amando.

¿Cómo negar esa plegaria?

¿Cómo negar ese derecho de nacimiento que mi padre me ofrece a través de esta carne cazada? Tomo la carne entre mis manos y dejo que su luz mortuoria me bañe y me bautice una vez más. La alzo y cierro los cuatro ojos, agradeciendo a mi padre que me recuerde lo que no debería recordarme: que tengo derecho a vivir. Que seré un monstruo, una abominación, un fruto que no debió de ser concebido, pero que aún así merezco pisar esta tierra y respirar este aire como todos los demás seres que habitan el mundo.

Mi padre es el dios caníbal, el terror de esta tierra de sal. Pero para mí, siempre será aquel que lo sacrifica todo para que pueda seguir viviendo.

Abro mis dos bocas y muerdo la carne del dios cazado. Mi padre asiente con las manos juntas, susurrando con sus cuatro mandíbulas una sola palabra: gracias. Y la tierra de sal y hielo que hay afuera parece temblar con su oración. Tiembla porque sabe que quienes moran en esta casa son algo más que dioses y humanos.

Son la prueba de que la vida continuará a cualquier precio.

Soy la hija del dios caníbal. Soy la hija de la madre campesina que consiguió cosechar el amor de un dios recolector. Soy una contradicción, un fruto prohibido y la muerte encarnada.

Y cada bocado que tomo, cada hebra de carne y grasa que se deshace en mis bocas, son la prueba inmortal de esa promesa irrompible y del amor que debe permanecer perpetuo.

Así que como, y como, y como.

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