La mano de gelatina
No es nada fácil salir con la hija del caos.
Cuando conseguí dibujar los doscientos treinta y un círculos del palacio de Arak Hansha, el dedo meñique de una rata albina, la página arrancada del diario de un metafísico y cuatro cucharadas de aceite de oliva virgen extra, nadie me avisó de uno de los posibles efectos de la invocación. Demasiado secretismo en este oficio.
Entre la nube de rayos multicolores, las cabezas de animales decapitadas cantando himnos de lenguas desconocidas y agradable olor a miel, surgió ella.
“SAL CONMIGO” fue lo primero que me dijo la hija del caos en sus diez mil lenguas y cuerpo de nubes negras.
Para ser sincero, no entendí lo que me había dicho. Pero si te encuentras a un ente que representa la constante destrucción del universo, lo mínimo que tienes que hacer es decir que sí.
Sospeché lo que estaba pasando en nuestra tercera cita. Me había traído al restaurante indio que hay a las afueras de la ciudad. Estaba lleno de gente que no dejaba de asombrarse por el incesante cuerpo cambiante de ella. Yo me ruborizaba con tantas miradas, avergonzado por mi extraña acompañante.
“ME GUSTAS” me confesó mientras se terminaba el plato de curry con el lametazo de una de sus incontables lenguas.
Esta vez sí la había escuchado bien. Y ruborizándome esta vez de amor, le cogí de la mano. Tenía una textura parecida a la gelatina y era de un intenso color rojo.
La hija del caos se evaporó en un relámpago, dejando una lluvia de confeti que bañó a todo el restaurante, destrozando su comida.
Bueno, la verdad es que tiene su gracia salir con la hija del caos.
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