La última pregunta del discípulo
Cuentan las escrituras que un día estaba el Buda enseñando a una pequeña multitud atraída por su inmensa sabiduría. Pero de entre ellos, uno que se hacía llamar Namryan, dijo al que se encontraba al lado suyo.
“No lo pillo.”
Y el Buda, escuchándole con sus grandes orejas caminó hasta él y le dijo que le siguiera en peregrinaje. Y Namryan, que no tenía nada mejor que hacer, siguió a su nuevo maestro.
Caminó durante largos años junto al Buda, escuchándole hablar y obrar allí donde sus sagrados pies reposaban.
“Sigo sin pillarlo”, acabó admitiendo el pobre Namryan.
Con el paso del tiempo Namryan se casó con una mujer de piel olivácea y tez serena, otra fiel discípula del Buda. Y un día en su lecho le confesó mientras miraba al techo:
“Es que sigo sin pillarlo, no me entero de nada.”
Su mujer le acarició la cara, prometiéndole que algún día acabaría comprendiendo a su maestro.
Pasaron los años y la esposa de Namryan tuvo cuatro hijos, todos ellos convirtiéndose a su vez en devotos seguidores del iluminado.
“¿Sabéis algo que yo no sé?”, se preguntó el confundido padre.
En su lecho de muerte, rodeado de su esposa e hijos, Namryan sintió arrepentimiento por no entender las palabras de su maestro hasta el último suspiro.
En la eterna rueda de reencarnación, Namryan se encontró una vez más con el Buda en su más brillante y cegadora gloria.
“Has alcanzado el nirvana, mi fiel Namryan. Por fin lo has comprendido” dijo el iluminado para luego marcharse entre la blancura de los cielos.
Namryan miró a un lado y a otro, intentando encontrarse con la mirada de alguien. Daba igual quién fuera.
“¿En serio?”
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