Cicatrices doradas
La primera vez que vi a mi abuelo reparar una taza lloré desconsoladamente.
Mis padres me habían prohibido molestar al abuelo mientras trabajaba. Él era un artista, un sacerdote de su trabajo y su silencio era el templo donde moraba.
Pero aquel día de verano en Kyūshū decidí entrar a escondidas y espiar su sagrada obra. Nada más asomarme le vi espolvoreando polvo dorado con gran precisión sobre las grietas de una taza rota.
Me acerqué a mi abuelo sin separar los ojos de la cerámica. Me atraía como la luz atrae a los insectos, indignos e insignificantes ante lo puro e imposible.
“¿Qué es eso, abuelo?” le pregunté, y enseguida me arrepentí de mis palabras, asustándome por las represalias que podía recibir. Pero mi abuelo no era como mis padres.
“Es Kintsugi, el arte de reparar con oro.”
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Las flores moradas que estaban por toda mi espalda, brazos y piernas vibraron por las palabras de mi abuelo, expectantes y deseosas de escuchar más. Ellas me recordaban con dolor que mi vida no me pertenecía. Que yo solo era basura. Ya me había acostumbrado a ver a las flores nacer y morir.
Presencié como lo quebrado se volvía pleno y lo desechado en inmensurable. Los rios de oro cruzaban la superficie como arroyos dibujados por los dioses. Mi abuelo estaba satisfecho.
“Nuestras cicatrices solo nos hacen más valiosos” dijo en voz alta para sí mismo. Pero yo tomé esas palabras y las grabé en mi agonizante corazón.
Llorando frente a la taza de mi abuelo me pregunté si él también podría arreglarme y convertir mis heridas en eternas y bellas líneas doradas.
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